Una madre prefiere parir a su serpiente que a su retoño.

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miércoles, 11 de enero de 2012

La piedad de las estrellas.

Me abandoné a mí mismo en el bosque más cercano. Me escondí del cielo donde pude, donde me sentía más culpable. El hueco de un árbol muerto me sirvió como excusa para marchitar mi alma, que se detestaba y se daba la espalda.
Ella murió. La miré, le cogí la mano y le sonreí. Adiós, dije. Después la ahogué con la almohada mientras ella se convulsionaba.
Ya había sufrido demasiado, y más que sufriría; no podía dejarla morir en vida. No había vuelta atrás, el futuro quemaba, como aquella hoguera donde quemé sus fotos.

Lloré, a lágrima viva. Ya no escucharía su risa mientras me decía que todo esto pasaría. Ella era optimista, pero al cabo de los años el hospital se vuelve tan tétrico como un cementerio de cadáveres sonámbulos. Veía la vida volar por la ventana, mientras ella y yo charlábamos sobre nada, sin saber ya qué decirnos para soportar la rutinaria soledad compartida.
Seguí llorando, mientras su voz me perdonaba. La hice callar con un grito, pero ella seguía diciéndome que me amaba, que no me preocupara, que siguiera para delante.
Susurro al oído que era lo que ella quería, pero que nunca tuvo valor para pedírmelo.
Lloré, más fuerte y más alto. Mi estúpida mente intentaba excusarse.

La noche, eterna, bella y cruel, siguió danzando por el ambiente. Las tinieblas cantaban a coro. Mi cárcel vegetal me resguardaba de la felicidad. No entraba ni un soplo de brisa, ni una pizca de luz. Penitencia.
No quería ver las estrellas; eran demasiado hermosas, se parecían tanto a ella.
Si me hubieran visto, me habrían perdonado.

Morí sufriendo, de hambre, de sed, de todo. Daba igual, sólo pensaba en sus ojos. Ahora podré vivir con ella, juntos los dos; he saldado mi deuda.

Aitor.

1 comentario:

  1. Qué decir. Triste, muy triste. Precioso. Sigue escribiendo así y llegarás muy alto.

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