Una madre prefiere parir a su serpiente que a su retoño.

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martes, 13 de marzo de 2012

No todo el fuego es infernal.

· Devoraba los cigarrillos, uno detrás de otro. El humo comenzaba a llenar la habitación, cerrada a cal y canto. Mientras su piel se ahogaba, ella estaba tumbada boca arriba en la cama, con el vestido que compró ayer. El dependiente le dijo que estaba preciosa con él puesto. Quería terminar así: preciosa. Se había pintado los labios del color del fuego, pasionales, para un último adiós. La ventana pedía a gritos ser abierta, dejar pasar la brisa, pero ella se negaba a escucharla. Sentía en sus pulmones el fuego de la nicotina, la punzada de la soledad y la ausencia de algo que creía conocer. Bailó con muchos hombres, e intentó de veras que consiguieran enamorarla.

Primero fueron jóvenes, inexpertos. Algunos todavía mantenían huellas de su acné. Bebían sin saber por qué, se besaban a escondidas y hacían el amor torpemente. Ellos retozaban como cerdos, mientras ella se dejaba hacer, esperando sentir mariposas. Uno detrás de otro, cada semana. La llamaron de guarra para arriba, pero a ella le importaba poco; ¿qué sabían ellos de sus razones?
Ya crecida, se interesó por aquellos bohemios, los del teatro, los de la poesía, los de la cultura. Pasaban las noches recitándose suspiros al oído y disfrutando de bebidas inteligentes. Hubo un artista de la pintura, que siempre la pintaba desnuda. Otro fue actor para ella. Hubo poetas de mala muerte, y aquellos que por no ser, no fueron nada, pero qué bien mentían. El amor ahora se volvía más divertido, pero nunca fue algo para recordar en momentos de debilidad.
Superó esa época, y, aún sin rumbo, comenzó a buscar al hombre con el que quería pasar el resto de los días. Seguía escotada, mostrando sus virtudes, pero mostraba una actitud más maternal. Se enternecía por aquellas parejas con hijos, por aquellos que pintan su casa juntos, incluso por las odiosas hipotecas compartidas. Bebía, fumaba, alguna vez llegó a drogarse. Conoció hombres, muchísimos. Un mecánico que leía a Shakespeare; un pobre parado sin estudios que la amaba hasta la médula; un abogado sin escrúpulos, pero que le compraba joyas; un chico de gimnasio que la protegía siempre, le cogía la cintura y le besaba el cuello con fuerza, pero con seguridad; un frutero joven, sin experiencia, que tocaba el saxofón; un cleptómano; un escritor; un periodista; hubo decenas, incluso cientos; e incluso alguna que otra mujer.

¿Sirvió de algo? No, claro que no. Sólo aumentaron esa sensación de fogosa ausencia en su pecho. Los cigarros no eran nada para ella, no podían hacerle daño; la vida quemaba más.
Alargó la mano, cogió la botella de vodka blanco y la lanzó contra la pared, junto a la cortina de color crema. Humo, y olor a alcohol. No esperaba nada más de la vida, así que lanzó el cigarro a la pared borracha.
El tiempo aceleró, y ella ocultó su mente en la oscuridad, dejando que su cuerpo marchara a cámara lenta. Sus latidos descendieron, y sus ojos miraban al infinito. Su mano reposaba en el pecho, notando como la respiración era pausada y monótona.
Fuera de ella, el fuego comenzaba a aislarla. Ahora había mucho más humo, claro. Las paredes comenzaron a volverse negras como la pez, las cortinas prendieron, el armario se tornó rojo. Ella, en el centro de la habitación, seguía mirando al infinito.

Pasaron minutos, largos minutos; ella creyó incluso que pasó una hora. Nada menos de la realidad. Su vecina, aquella vieja cotilla, observó como las cortinas ardían, y llamó a emergencias. En pocos minutos los bomberos estaban allí. El parque de éstos se encontraba a tan sólo unas calles.
Pero el fuego ya había comenzado a alcanzar el edredón. Ella, intoxicada de humo, casi dormía plácidamente.
Unos brazos la agarraron, y con fuerza, la sacaron de su pequeño infierno.
Y, a cámara lenta, miró hacia arriba. Justo en ese instante pasaban por debajo de una lámpara, y el destello de ésta dibujó una bella escena de fondo sobre el rostro de aquel bombero. Sus ojos brillaban, no tenía miedo. Maravillada, no podía parar de mirarle mientras él la sacaba del edificio.
Al notar el frío de la noche, arrancó de sus labios, tóxicos, débiles, drogados y pintados de rojo, una pregunta:
- ¿Por qué estás aquí?
- Para salvarte -respondió él mientras sonreía.

Aitor.

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